RADIOLOCURA
¡Buenas noches, mis queridos desquiciados! Las nueve en punto y aquí llega, fiel a su cita, vuestro programa favorito, ‘Barco de locos’. Desde el noventa y nueve punto nueve de vuestro dial... ¡en estéreo-locura! Hoy cumplimos las mil emisiones, y os quiero anunciar que por ello disfrutaremos de una travesía especial. ¡Muy especial!
El locutor –un hombre de gesto nervioso y voz cavernosa– dejó proseguir la sintonía, una canción de igual título que el programa, y aprovechó ese receso para, tras quitarse unos auriculares que ya no se volvería a poner más, sacar un cigarrillo del paquete que guardaba el bolsillo de su camisa y encenderlo. Se lo fumaría con caladas muy seguidas, exhalando el humo por la nariz. Un gato negro subió a su regazo; lo acarició con ternura, pero, de repente, un violento manotazo hizo huir al animal; acababa la sintonía y debía hablar de nuevo.
– ¡Oh, mis amados dementes! Aquí continuamos en esta extraordinaria velada. Radio Locura, la emisora de los locos. Yo estoy loco, tú estás loco... ¡todos estamos locos! Enrólate en nuestro delirante navío y viaja con la grata compañía de las misteriosas damas del amor y de la muerte. ‘Barco de locos’, un programa para los que se atreven a cruzar la frontera de la cordura; porque es muy fácil detenerse en el umbral y mirar al abismo. Sólo unos pocos nos precipitamos al vacío sin paracaídas, por algo nos llaman desequilibrados. ¡Mamá, todos estamos locos ahora!
Sudaba mucho. Por ese motivo, cuando empezó a sonar la canción, se puso en pie y se desprendió de su camisa con actitud chulesca, como si actuara ante un público de fans enfervorizadas, pero en realidad aquella habitación tenebrosa no albergaba a nadie más que a él. En aquel cuarto oscuro las ventanas estaban selladas. No corría el aire; el ambiente apestaba a corrompido, viciado, enfermo. Tan sólo el piloto rojo de una negra caja metálica, los destellos del aparato de música, y un flexo que apuntaba directamente al suelo daban alguna luz; el resto sólo sombras. Con el torso desnudo se acomodó de nuevo en la silla; una silla de oficina rajada por un costado del asiento, desde donde brotaba, como herida de sangre anaranjada, el relleno de espuma. Cuando finalizó el tema, reanudó su discurso.
–Una canción más; os voy a dejar escuchar una canción más, y luego anunciaré porqué esta noche va a ser tan excepcional. ¡Sí! Mil veces ha zarpado este disparatado barco, y novecientas noventa y nueve ha regresado a puerto sin novedad. Pero ya sabéis de los peligros de la mar: maremotos, arrecifes, tempestades... Porque cualquier día podía apagarse mi buena estrella y pasar a engrosar la lista de víctimas del irascible Neptuno, por ese motivo guardaba la carta oculta que, al final, os deberé mostrar ¡Un as en la manga! Después la gran noticia, aquí, en tus noventa y loco punto loco, y ahora... ¡Te vamos a estremecer!
Empezó a moverse en su asiento, alterado por la potencia de la música. Voceó, desgañitándose, los coros de la canción mientras golpeaba la mesa con los puños siguiendo el ritmo. Una pila de discos compactos que, hasta entonces, se erguía con milagroso equilibrio en su mesa de trabajo se vino abajo, pero no por ello detuvo su particular percusión. Se levantó de nuevo de la silla, desprendió el micro del pie que le servía de soporte y, situándose en el centro de la habitación, jugó a ser el cantante de la banda. A medio tema sintió un gran agotamiento; tras lanzar el micrófono al aire se tiró al suelo; casi aplasta al gato. Estuvo cerca de un minuto sin moverse, sin tan solo pestañear, derrumbado en la moqueta como un ángel caído, para luego ponerse en pie, recoger metódicamente el micrófono –como si toda aquella locura anterior hubiera sido pasajera– y, sin prisas, volver a ocupar su asiento, donde aguardó, sin inmutarse, a que terminara la canción.
–¡La noticia! ¿Cuál es esa noticia? ¿Por qué el día de hoy va a ser distinto a los demás? ¿Ya lo sabéis? Imposible. Sólo lo sé yo... aunque ahora vosotros también conoceréis del fatídico acontecimiento. ¡Prestad atención! Este es el último programa. Hoy concluyen las emisiones de Radio Locura. El buque insignia ¡glu, glu! se hunde... Chocó con los arrecifes del mar de los Sargazos; como a Jonás, se lo comió una ballena gigante; desapareció en el triángulo de las Bermudas... lo que queráis. ¡Pero no estéis tristes! Os he reservado una enorme sorpresa para que recordéis con cariño el día de hoy. ¡Mi baza secreta! No seáis curiosos. ¡La curiosidad mató al gato! Antes debemos dar paso a Moby Dick, la ballena que quiere hacer zozobrar nuestra pequeña y frágil embarcación. Monstruo marino, ¿por qué nos quieres devorar?
Salió precipitadamente de la habitación. Volvió al cabo de un minuto con una caja que dejó encima de la mesa. Se sentó y empezó a simular que tocaba la batería. Lo hacía de un modo salvaje, sin mesura; golpeando con sus imaginarios palos todos los cachivaches de su alrededor. Varias cosas más se precipitaron al suelo, aunque no pareció importarle. Cuando acabó la música, anunció:
–En la caja está la sorpresa. Sobre mi mesa hay una caja, y su interior guarda el objeto que os hará participar de algo único. No lo sabéis, pero sois unos privilegiados por estar sintonizando esta emisora. Cada ocasión que vuestro receptor captó mi onda fuisteis afortunados, pero hoy lo sois más que nunca. Lo que pasará aquí en unos instantes será inmenso. ¡Lo podréis contar a vuestros nietos! Siempre permanecerá mi despedida en el aire: una detonación... ¿Qué? ¿Queréis saber qué esconde la caja? ¿Os lo digo ya? ¡No! Después de otra canción. ¡Vamos a sentir el ruido!
A propósito, golpeó con violencia su cabeza contra la mesa varias veces. Después se propinó en plena cara un par de sonoras bofetadas. Abandonó una vez más su asiento y, al llegar el estribillo, volvió a ejercer de estrella del rock. Cuando se cansó de brincar se sentó de nuevo, devolvió el micro a su sitio y destapó la caja. De su interior sacó una pistola. Las balas iban aparte. Lentamente, empezó a colocarlas una a una en el cargador. Aquel hombre pasaba de la tempestad a la calma con una tremenda facilidad. Y de nuevo en medio del temporal, no tuvo la paciencia de dejar finalizar el tema, lo interrumpió.
–Dentro de la caja había una pistola. ¡Sí! He abierto la caja y... ¿adivináis que he encontrado? Ya os lo he dicho, una pistola. Una preciosa pistola, plateada, fría... ¡hermosa! No sé si está cargada... ¡Sí lo sé! Yo mismo la acabo de cargar, ¿o habrá sido el mismísimo diablo? Ahora os quiero presentar a mi invitada de hoy. Esta noche ha venido desde muy lejos para estar con nosotros la muerte. La tengo sentada a mi lado, pero no quiere hablar, no quiere ser entrevistada; con su temible apariencia, su afilada guadaña... y en el fondo más tímida que un ratón de campo. ¿Os ha gustado la sorpresa?
Se quedó callado, como esperando respuesta.
– Nunca contestáis. Pero sé que estáis ahí, al otro lado; os presiento. Sois mis fieles, me adoráis. Gracias por todas las horas navegadas conmigo. Yo también os quiero, pero la nave se va a hundir con el capitán a bordo; y no hay salvavidas, así que si os agarráis a mí, nos hundiremos juntos.
Sudaba más que nunca, a mares. Apoyó la pistola en su sien, luego apuntó directamente al interior de su boca; tras retirarla, simuló disparar en varias direcciones, y continuó diciendo:
–Voy a poner fin a mi vida ante vuestros oídos. Tan sólo escucharéis el estallido del disparo que reventará mi cabeza. Unos pensarán que se trata de un montaje para atraer audiencia, otros creerán que sintonizan con una mala radionovela, algunos que no es más que un efecto sonoro, un petardo, un portazo... ¡qué sé yo! Sólo los más locos estarán en posesión de la verdad absoluta: se acabó el programa, se acabó la vida. ¿Con qué podemos concluir? Con el fin, mi delicioso fin... Vaya con nuestro último concursante, qué elegante viene esta noche. ¡Aplausos!
Recogió la camisa del suelo y la utilizó para secar el sudor que le empapaba sin dejar de sujetar el arma. Pistola en mano, bailó como los chamanes al ritmo hipnótico que imponía la música. Como colofón a su danza, disparó al gato y le reventó las tripas. Después se sentó, escondió la cabeza entre los brazos y lloró sin lágrimas la muerte de su mascota. De repente, se incorporó; parecía que había tomado una determinación. Pegó cuatro tiros más al gato. Llevó la pistola de nuevo hasta su boca. Mordiendo el cañón, se aproximó al micrófono y se despidió de su audiencia con un adiós difícil de entender.
* * * * * * *
Alertados por unos vecinos, una pareja de agentes llegó al lugar. El hombre que había telefoneado a la policía, un anciano muy alterado, vestido con una ridícula bata azul, les explicaba:
–¡Está loco! Cada noche a las nueve en punto, desde hace casi tres años, pone esa música luciferina, y ya no podemos atender apenas al Telediario... aunque es cierto que, como un reloj, a las diez siempre la apaga. No lo denunciamos antes porque nos da mucho miedo... ¡es muy violento! Una vez me amenazó... Pero hoy hemos oído disparos. Mi mujer está aterrorizada, no se atreve ni a salir. Seguro que ha matado a alguien. ¡Vayan con cuidado que es peligroso!
Tras reiteradas llamadas desatendidas, los dos policías decidieron forzar la puerta. Se encontraron con un recibidor destartalado y decadente que desprendía un olor nauseabundo, como a excrementos de gato. El vecino fisgaba desde el rellano, pero no se aventuró a que sus mugrientas zapatillas pasaran de ahí. Uno de los agentes reparó en la puerta de una habitación situada al fondo del pasillo; tenía pegada con una chincheta oxidada una hoja arrancada de una libreta de espiral. Sólo un milagro hacía que aún no hubiera caído al suelo aquel paupérrimo cartel donde, escrito a mano con letra de trazo infantil, se anunciaba RADIOLOCURA, 99.9 F.M. El policía abrió la puerta, encendió la luz y descubrió un gato destrozado, un cadáver humano irreconocible, y sangre, mucha sangre, por las paredes, por el suelo y manchando aquellos artilugios situados sobre una mesa que simulaban ser una emisora de radio. Una emisora que no se captaba en ninguna parte.



Comentarios
Publicar un comentario