FFWD
6:30: el sonido repetitivo y estridente del despertador inunda la habitación de Wences y le rompe el sueño. “Diez minutos más” –se concede en voz alta alargando el brazo y pulsando una tecla que sirve para eso, para demorar la alarma diez minutos. Tras lo que le parece un abrir y cerrar de ojos, el sonido vuelve a inundar la habitación y a partirle el sueño definitivamente. Las 6:40: “¿Ya?” se queja con amargura mientras se incorpora y silencia para siempre el despertador que llevaba tiempo sin necesitar. No lo recordaba tan molesto.
Wences lleva años jubilado, y suele despertar cuando se le acaba el sueño, aunque rara vez más tarde de las ocho de la mañana, la gente mayor duerme poco, pero este día debe madrugar para acudir a una revisión médica que le han programado, muy a su pesar, a primera hora de la mañana.
Tras desperezarse, salta de un bote de la cama exclamando “¡No puede ser!” cuando ve que su enemigo marca las 7:12. Decide no ducharse para ganar tiempo a pesar de ser consciente de que en una revisión médica se tendrá que quitar alguna ropa. A ciertas edades estas cosas importan ya poco. Quiere afeitarse, pero la máquina eléctrica enloquece al encenderla; las cuchillas giran a tal velocidad que le destrozarían la cara, o eso piensa él, asimismo decide que perdería demasiado tiempo afeitándose al modo tradicional, así que tampoco lo hará. Al menos se peina un poco.
Se viste y, ya en la cocina, tiene otro sobresalto cuando ve que son las 8:28. “Debe ir mal” –sentencia en voz alta-. Se me pasaría retrasarle una hora la última vez que se cambió la hora”, lo cual no tiene ningún sentido, y Wences lo sabe, porque es muy meticuloso para esas cosas. Pone al fuego la vieja cafetera e introduce dos rebanadas de pan en la tostadora. La primera alegría del día se la lleva cuando las tostadas salen disparadas y listas para untar casi al instante, pero no puede saborear dicha alegría porque la cafetera empieza a escupir café hirviendo y tiene que correr a apagar el fuego mientras maldice. Prende, como siempre hace, la radio para escuchar las noticias mientras desayuna, pero la voz del presentador sale acelerada y aguda “como la de un pitufo”-se dice. Cambia de emisora en vano, en todas las emisoras sucede algo parecido, y en las musicales aún es peor; parece que solo ponen aquella música punk que le gustaba tanto a su hijo en su juventud y que él tanto odió. Vencido, apaga la radio y se vuelve a quejar en voz alta: ¡Hoy se rompe todo! Tras decir eso, piensa que desde que murió su esposa habla mucho sólo en voz alta. “Es lo normal, dadas las circunstancias” –se excusa.
Tiene un nuevo sobresalto cuando cree que vuelve a sonar el despertador, pero cae en la cuenta que lo que suena es algo que rara vez lo hace: el teléfono móvil. “Que melodía más desagradable me ha puesto mi nieto” piensa. Llaman del hospital, pero no entiende nada de lo que dicen. “Ya voy, ya voy” –les dice. Y al cortar la comunicación exclama: ¡Pitufos de nuevo! ¡No puede ser!
Mira la hora en el reloj del comedor y se escandaliza: las 12:35. “¿Es que no va bien ni un aparato en esta casa?” –protesta.
Por fin logra salir de casa. Baja en el ascensor y es como montarse en una atracción de feria. “pero porque baja tan rápido este trasto” –protesta al salir medio mareado del habitáculo.
Es poner un pie en la calle y ser casi atropellado por un ciclista. No gana para sustos “¿Te crees que estás en el tour de Francia?” –le increpa. “No se puede ir a esa velocidad por la ciudad” –se dice ya a si mismo pues el ciclista pedalea ya muy, muy lejos de Wences. “Se ve que se ha vuelto a poner de moda la marcha, como en los ochenta” es su siguiente pensamiento, al ver a dos jóvenes a lo lejos andar a toda velocidad.
“¿Está oscureciendo?… no puede ser, debe ser un eclipse” es lo último que piensa antes de llegar a la calle principal y quedarse paralizado por lo que ve. Coches, autobuses, gentes… todos avanzando a una velocidad endemoniada de un lado para otro. Le recuerda cuando se compró su primer reproductor de video VHS y se reía con sus amigos, ya todos muertos, cuando le daba a la tecla ffwd de avance rápido y las películas avanzaban a toda velocidad. Pero ahora no se ríe. De repente lo entiende todo: el despertador, la máquina eléctrica de afeitar, las tostadas, el café, los pitufos de la radio, el reloj de la cocina y el del comedor, el timbre del teléfono y de nuevo los pitufos, el ascensor, el perro, los ciclistas… Cae sobre sus rodillas y, antes de sufrir el infarto que acabará con su vida, implora: “¡Parad, parad, parad!”, pero ni así el mundo se detiene.
Unos jóvenes ociosos sentados en un banco han reparado en Wences desde que entró a la plaza, hace varias horas. “¿Por qué ese viejo anda a cámara lenta? ¿Qué le pasará?” Les ha hecho gracia cuando finalmente, y no muy lejos de su ubicación, ha ido cayendo de rodillas a una velocidad que les hubiera recordado un video VHS pasado en la opción frame to frame de haber vivido esa época. A continuación ha dicho algo largo e inteligible con una voz hueca y gruesa que les ha hecho soltar una carcajada conjunta, pero luego se han asustado cuando se han dado cuenta de que le estaba dando un infarto. Han llamado a la ambulancia que solo ha podido certificar su muerte. Demasiado tarde para Wences.
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