NOCHE PERSA
–Me come los huevos –responde Bobby Lanuit a mi pregunta.
Le acabo de interrogar sobre dónde iremos después del “Arroyo”, el bar al que estamos a punto de entrar. Su respuesta contundente es la manera de decirme que no le importa; que no es problema de su incumbencia. Opino que a mí también me come un poco los huevos dónde iremos luego. Se lo he preguntado porque algunas veces no soporto estar callado, aunque otras no soporto que me hablen; no sé realmente porque lo he preguntado. Además, mi cuestión ni siquiera ha sido planteada a la persona adecuada, pues Bobby Lanuit, tal como yo, no dispone de auto, lo que implica que poco (o nada) decide en ese aspecto.
Acudimos siempre al “Arroyo” antes de ir a una de las dos discotecas de este sucio pueblo, que no es el mío: yo soy de la capital. Vengo de tanto en cuanto a visitar a los colegas que hice en la escuela industrial. Como en este bar al que estamos accediendo en este mismo instante el alcohol es más barato, se trata de beber mucho aquí y menos luego. Pisamos ya los feos azulejos del local. Pasan unos minutos de la medianoche y el antro está completamente vacío. Sólo veo a Sergio Arroyos, el barman, que se alegra (o lo finge) de nuestra presencia. Hace años que lo conozco, pero siempre he tenido la sensación de que es un extraño, y supongo que lo mismo yo para él. Simula alegrarse especialmente de mi presencia, pues hace como un mes que no pongo los pies en este pueblo maldito llamado Monrés. Me quedo un rato embobado mirando el suelo mientras Sergio nos sirve las cervezas que Bobby ha pedido sin consultarme. Pienso en cómo dentro de menos de una hora ese suelo brillante ni se verá bajo los pies de toda la gente que, sin duda, inundará el lugar. Y también perderá sin remedio este brillo actual; es como si Sergio lo acabara de encerar antes de entrar nosotros tres. Digo tres porque con Bobby Lanuit ha venido el Alicante, un tipo bastante anodino que viste tan campante la camisa de su abuelo... ¡y le copia el peinado a su abuela! Yo siempre procuro ignorarlo, cosa que no siempre es fácil. Bobby también lo ignora soberanamente, y a veces también a mí. Le basta la compañía de su teléfono móvil y su paquete de tabaco: sus amigos inseparables. Si los junta con una cerveza, forman un cuarteto del todo autosuficiente.
Sigo con mis pensamientos. ¡Qué brillante y resplandeciente está todo! Pero que sentido tendrá limpiarlo tanto si va a volver a ensuciarse dentro de nada. Limpiar para ensuciar, ensuciar para limpiar...
–¡Eh, la birra! –me grita Sergio Arroyos, y vuelvo de nuevo al mundo. Saboreando mi cerveza, me imagino otra vez a Sergio encerando el local. La pregunta “¿Va a venir Manu Lartos?” interrumpe mis límpidos pensamientos.
–Sí, vendrá luego –contesto.
–No ha querido cenar con nosotros. Está picado con éste –señalándome, interrumpe el Alicante, contando más de lo que debería. Lo asesino de una mirada y me veo obligado a inventarme un cuento.
–Es que hemos ido al Chino, y ya sabes que Lartos no soporta lo exótico –miento, y distraigo la atención de Sergio con el tema que, niñas aparte, más le apasiona– ¿Has comprado algún disco nuevo?
–Sí, el otro día bajé a la ciudad y pillé cuatro o cinco. No te llamé porque iba muy justo de tiempo. Voy a poner alguno –se va y tarda un rato buscando los susodichos discos.
–Más te vale que cierres esa bocaza –amenazo al Alicante.
–No sabía que era un secreto. Si algo, será un secreto a voces.
–Ándate con mucho cuidado conmigo...
–¡No empecéis! –interrumpe Bobby–. ¡Siempre estáis igual, coño!
El sonido que anuncia la llegada de un mensaje a su móvil nos salva de su mal humor.
–Es el saldo –miente, y nos da la espalda mientras consulta la pantalla de su juguete preferido.
Entra una pareja en el bar. Sergio venía a enseñarme los discos, pero se va a servir a los nuevos clientes y se queda con ellos de cháchara. Apurada la cerveza, llega Ágata Gracia –la ayudante de Sergio–. Le pido un tequila antes de darle tiempo a reaccionar. Dándome cuenta de que ni la he saludo todavía y ya le estoy pidiendo bebida, le doy explicaciones.
–Es que estaba ansioso por beber –me disculpo. Pese a que le ruego que no se dé prisa, mi tequila y los de los otros dos, que aprovechan mi pedido, llegan al instante.
El bar se empieza a llenar. Comienza el trasiego. Entra Manu Lartos, con dos chicas, que se quedan al otro lado del bar, mientras él viene en solitario a saludarnos. Pienso que tal vez haya mal rollo por el pique que nos llevamos hace ya un mes, pero cuando le veo los ojos, descubro que va fumado, y sé que eso le relaja. De momento tendremos la fiesta en paz. Tras saludarle, Bobby Lanuit y el Alicante se van a jugar a las tragaperras.
–¿Dónde vamos a ir luego? –le pregunto, cuando estamos solos, por no quedarme callado, después de intercambiar unas cuantas frases hechas.
–¡Dios! –exclama–. ¡Ya se me olvidaba! Si pregunta cualquiera, sobre todo el Alicante, dile que vamos a ir al Hades, pero luego iremos al Leviatán con aquellas dos tías. Son hermanas: Olga y Eva Poniatowska. Una es para ti, ya te diré cuál ––anuncia mientras señala maleducadamente a sus lejanas acompañantes, que responden, no sé por qué, con un saludo.
El bar está medio lleno, aunque supongo que el huraño de Sergio opinará que está medio vacío. Lartos regresa junto a sus nenas, y yo aprovecho para ir a un rincón (mi rincón). Observo como una pareja danza agarrada una música que no pega nada con el baile. Sin embargo, la chica es muy hermosa. Me enamoro de ella. Va vestida con una camisa roja por fuera de un pantalón negro, pero a mí me parece en ese instante la mujer más elegante del mundo. Tiene unos ojos espléndidos, una dulce expresión y un poco de acné esparcido por su bello rostro que hace que no alcance la perfección. Me imagino bailando con ella en la corte de Sissí emperatriz o algo así, todo rodeado de lujo y color. Realmente estoy hipnotizado con sus movimientos. Incluso el mamarracho que está con ella me pisa sin querer y yo, que en condiciones normales hubiera tenido una mala reacción, le sonrío, digo “no pasa nada”, y sigo soñando despierto.
–¿Qué tal el trabajo? –me pregunta, quién sí no, el Alicante, consiguiendo romper la magia del momento.
–Bien. Voy a pedir, ¿quieres algo? –añado por educación.
–Un combinado de zumo de kiwi y vodka.
–¡Yo no pido mariconadas!
–Si está buenísimo. Pruébalo. Ya verás, yo corro con los gastos.
Acepto la invitación del Alicante, pese a estar seguro de que ese brebaje me va a sentar como un tiro, sólo por la incredulidad que me produce que se pague algo. Hace cuatro o cinco años que lo conozco y, hasta donde me alcanza la memoria, no recuerdo que se haya invitado ni a un vaso de agua del grifo.
–¿Vais a ir luego al Leviatán?
–Sí, digo no –le respondo, pues recuerdo las instrucciones de Manu Lartos a tiempo–. Bueno, realmente no lo sé –cambio el mensaje, al pensar que no me parece justo dejar a nadie fuera, ni siquiera al mendrugo del Alicante, que me lanza una de sus famosas estúpidas preguntas:
–¿Vas a ir a ver, cuando la estrenen, “La Aventura Fantasma”, el verdadero primer episodio de la “Guerra de las Galaxias”?
–No creo, sobre todo si hay aglomeraciones –pienso que me va a salir más caro en desgaste de neuronas el asqueroso combinado que si lo hubiera pagado con mi dinero.
–¡Pues yo sí! –orgulloso me anuncia–. Iré bien pronto para conseguir una buena fila. La séptima, según los expertos, es la más recomendable para gozar de una visión óptima. ¡Ah!, por cierto, he comprado los episodios inéditos de los Simpsons, ¿quieres que te los preste?
–No, gracias. Ya tengo bastante con los de la tele.
–Tú te lo pierdes. ¡Ah!, antes de que se me olvide, el otro día tuve una discusión con Javi Calamidades que fue demasiado, y me gustaría que me dieras tu opinión al respecto. Según tu parecer, ¿las cebras son negras con rayas blancas, o blancas con rayas negras?
–¡Si está Juanito Fotomatón! –exclamo con infinita alegría, no tanto de verle como de librarme de contestar a la estúpida pregunta; aunque si lo hubiera hecho creo que habría respondido que van en pijama. Me dirijo al lado de Juanito. El Alicante, como un perrito faldero, viene detrás de mí. Juanito Fotomatón y yo nos saludamos efusivamente e intercambiamos topicazos sobre la familia, el trabajo y los estudios. Luego me pregunta:
–¿Dónde vais a ir luego?
–Lartos, que estaba con dos...
–Sí, lo he visto.
–...me ha dicho que diga que vamos a ir al Hades, pero iremos al Leviatán. No quiere que se tire la gente como buitres sobre las tías –le explico–. Aunque no son precisamente agraciadas, ya las has visto: intelectuales con gafas de pasta, que no se duchan ni se depilan los sobacos, pero se perfilan el vello púbico. ¡Como no tengan amigas mejor que ni vengas! –añado, bromeando.
–¡Eres un cabrón! –me suelta el Alicante. Me percato en este momento de que está a mi espalda, y que por tanto ha oído esta conversación, contradictoria con la anterior.
–¿Qué pasa? ¡No me insultes!
–Antes me has dicho que no sabías dónde irías.
–Te lo he dicho porque había gente escuchando –miento.
–¡Pero si estábamos solos!
–Eso es lo que tú crees, cretino. Que no te enteras de nada. ¡Las paredes oyen! ¡Tienen orejas! Si realmente te quisiera engañar, ¿crees que te lo estaría diciendo ahora? –le recrimino– ¿Y Bobby y Lartos? –pregunto para despistar de una vez por todas al lerdo del Alicante.
–Han ido al coche de Lartos a fumar unos petas.
–¡Qué hijos de perra! A mí no me han dicho nada.
–Donde las dan las toman –refranea el Alicante.
–¿Alguien quiere algo? Yo invito –ofrece Juanito Fotomatón.
–Cualquier cosa menos un combinado de kiwi y vodka –digo yo, pronunciando “kiwi” y “vodka” con exagerada repugnancia.
Antes de ir a pedir, Juanito Fotomatón se acerca y al oído me confiesa:
–Pues a mí las dos amigas de Lartos me van un montón. Son mi tipo–. Hace una pausa y añade– ¡Tan pálidas, que semejan princesas rusas! –dejándome medio sordo.
Me sirven un cubata de limón con algo de alcohol que no distingo, a mí todo me sabe igual, pero no pregunto, pues no quiero parecer un paleto. El Alicante pide un vaso de vino, y, tras paladearlo, afirma:
–Al buen vino tinto, en verano, hay que enseñarle la nevera–. No sé si quiere expresar con esas palabras que el vino está caliente o a su gusto.
Veo a unos conocidos: Chepas y otro que no me acuerdo en este instante cómo se llama; algo así como Serpientes, pero no. Son unos colgados de campeonato con unas pintas de las que asustan. Voy a saludarles. Mientras hablo con Chepas, el que no recuerdo el nombre entra al lavabo. Cuando sale me coge por los hombros y, antes de que nadie entre de nuevo en el servicio, me anuncia:
–Tienes una raya. ¡Hala, a ponerse guapos!
Me encierro en el lavabo y palpo con los dedos la cisterna de mochila donde debería haber una raya de coca. Al momento me descubro a mí mismo arrodillado y esnifando por todo el water. He venido para esnifar polvo de ángel y estoy aspirando polvo casero. ¡Si casi le estoy limpiando el lavabo a Sergio Arroyos! Me pregunto si se tratará de una broma. Al fin salgo porque golpean desesperadamente la puerta. Abro y me topo con un tipo que sobrepasa holgadamente la treintena; de prominentes entradas, barba selvática y recogido el escaso y largo cabello en una coleta pasada de moda. Su mirada es de extravío; los ojos le hacen chiribitas. El personaje aúlla con fuerza:
–¡Me uuuuurge cascárrrrrmela!
Voy a reírle la gracia, pero por su rostro afectado, y por el modo urgente en que me aparta de su camino y se encierra, llego a la conclusión de que habla muy en serio.
Ya fuera del lavabo, como ni Chepas ni su amigo ríen, les alzó mi pulgar a la vez que les guiño un ojo. Pienso que así quedaré bien tanto si era una broma como si al muy colgado se le ha caído el material estupefaciente por los suelos.
Vuelvo con Juanito Fotomatón; junto a él Bobby Lanuit, Manu Lartos y el Alicante. Antes de que me digan nada les informo con petulancia:
–Me acabo de meter una raya en el lavabo que se ha invitado el colega de Chepas.
–¿Reptil? –sugiere el Alicante.
–¡Eso! No había manera de dar con ese nombre. A mí me salía Serpientes –confieso.
–¡Será hijo de puta! El otro día me invitó a una rayita, pero luego entro al meadero y resulta que se estaba cachondeando de mí. No había nada de nada –explica Lartos–. Yo pensaba que no tenían pero ya veo, por lo que dices, que no es así.
–¡Maldigo el día que voló Paquito!– exclama con rabia Juanito Fotomatón.
Habla de un compañero de la escuela industrial, Paco Quicires, con diferencia, el que más ha progresado en la vida de todos nosotros, pese a ser el peor estudiante: vendía la mejor droga de la comarca. El negocio le iba tan bien que Monrés se le quedó pequeño y marchó nadie sabe dónde. Corrió el bulo de que estaba en presidio, pero sólo se trataba de eso, un bulo. Paco Quicires no es de los que se dejan atrapar. Se le podía acusar de cualquier cosa menos de tonto. Todos lo echamos mucho de menos, a pesar de que nadie se fió jamás de él.
–Voy a hablar con Chepas y Reptil, –prosigue el Lartos, monotemático–. ¡A ver qué coño pasa! He de pillar, ¡aunque sea pagando!
–Y vosotros, ¿donde estabais? –interrumpo bruscamente para evitar hacer el ridículo más grande de la historia, y consigo, de momento, aplazar la conversación de Manu Lartos con aquellos.
–Hemos ido a oír música al coche. Te lo íbamos a decir, pero no te encontrábamos –responde Lartos, a la vez que Bobby asiente.
“Menudos mentirosos” –bramó para mis adentros. Como si el bar fuera tan inmenso. Me entran ganas de gritar a todo el mundo que luego vamos a ir al Leviatán.
–¿Y tus dos mujeres? –pregunto a Lartos, al notar su ausencia.
–Ahora vienen. Y si no, ya las encontraremos en el Hades –miente al observar que el Alicante está escuchando. El Alicante no dice nada. Para mí que ni se ha enterado.
Después de pedir un whisky con hielo esta vez, voy un rato sólo a mi rincón particular, donde no se suele poner nadie hasta más tarde. Viene una chica bastante joven, sobre la mayoría de edad, si es que la supera. Está muy borracha.
–¡Hola guapo! –me dice.
–Hola guapa –le contesto– ¿no me dirás tu nombre?
–Amapola, ¿y tú?
–Manuel.
–¿Cuántos años tienes? –me interroga.
–Veintidós, ¿y tú? –le pregunto mientras pienso que lo próximo que querrá saber será mi horóscopo.
–¡También! –exclama con euforia, propiciada sin duda por el exceso de alcohol. Aprovecho la ocasión y le exijo:
–Dame un beso para celebrarlo –y sin darle derecho a respuesta la beso. Mis manos se dirigen hacia sus pechos. Noto una sensación extraña, como si llevara relleno, pero, en la era de la silicona, pienso que deben ser imaginaciones mías. Sin meditar más sobre el asunto, mis manos agarran su culo, que es bien real y mullido. Paro un momento y le preguntó si quiere venir a mi coche “a oír música” –añado con una sonrisa pícara. Supongo que a Manu Lartos no le importará cederme su auto, pese al pique que tenemos desde hace un mes. Ella no me contesta sino que pone cara de ida y me vuelve a besar, metiéndome la lengua hasta las amígdalas. No sé por qué me imagino mientras la beso que me va a vomitar encima. El pensamiento se va haciendo fuerte hasta volverse obsesión– Voy a pedir, ahora vuelvo –le informo, tras apartarla de mí.. Apuro de un trago lo que me quedaba de whisky, y huyo de la ninfa.
En mi camino hacia la barra tropiezo con el tipo barbudo que presuntamente se la habrá cascado en el lavabo. Es tan inmenso, que apenas puedo sortearlo. Habla a gritos por un teléfono móvil: “Lo pasarás bien. Seguro, cariño (...) Hay mucho ambiente; están Chepas y Serpientes (...) Tu decides (...) Hasta luego, guapa”. El enorme individuo me deja pasar cuando descubre mi presencia, a la vez que me comenta:
–Ojalá no venga.
Llego a la barra y pido otro whisky mientras escucho una extraña conversación. Manu Lartos está retando a dos tíos con pinta de deportistas, que beben agua de Vichy, a una carrera ciclista mañana por la mañana. Al final quedan que le pasarán a buscar, y se van a dormir. Ni por asomo me creo que Lartos vaya a dar mañana una sola pedalada. Cuando me ve, me recrimina:
–¡Pero tú estás sonado o qué! ¿Qué hacías con la Violeta? Es la hermana de Flores, que va a llegar en cualquier momento. Si te pilla con su hermanita te hace papilla, ¡que hace pesas! ¿Ahora te van las menores?
–¿Ésa es la hermana de Flores? –pregunto mientras me viene a la cabeza el rostro de una niñita con coletas apenas hace un año, y luego imagino los puños de su hermano cachas estampándose contra mi frágil rostro–. ¡Menudo cambio ha pegado! ¿Cuántos años tiene?
–Dudo que llegue a los quince. Lo que no entiendo es como Sergio le da de beber. Se puede meter en un buen lío. Para mí que, el muy pederasta, se la debe beneficiar cuando va ciega. Si no, te juro que no lo entiendo.
–Ahora que me acuerdo, me ha dicho que se llama Amapola. ¡Me ha mentido! ...aunque yo a ella también.
Manu Lartos se va y descubro que a su lado estaba Javi Calamidades. Me alegro mucho de verlo, porque con Javi la diversión está asegurada, siempre dispuesto a una nueva locura; y suele llevar todo tipo de sustancias ilegales encima, que no le importa compartir con los amigos, y que le ayudan a estar continuamente acelerado. Javi no me ha visto, concentrado en su cerveza. Le voy a dar un toque suave en el hombro para que se gire cuando se levanta con ofuscación del taburete, y, al verme, anuncia:
—Me voy. Mañana he quedado para ir de pesca con mi viejo. Quiero estar en condiciones. Adiós.
Sin darme derecho a réplica, abandona el lugar apresuradamente. Un “hasta luego” intenta salir de mi garganta, pero allí se queda al ver que no tendría ninguna función. No acaba de cerrarse la puerta del antro tras el huidizo Javi Calamidades, cuando aparece Benito Pérez, el tío con más barriga que, hasta el momento, he visto en mi vida.
–¡Miguel! ¡Miguel Turgo! ¡Cuánto tiempo sin verte! Lo menos dos años –exclama mientras se acerca a mí.
–¡Hala, exagerado! A lo mejor un par de meses –le digo.
–¿Qué dices? La última vez que nos vimos fue en la fiesta de tu cumpleaños, y hacías veintisiete.
–Pues ya tengo veintiocho –recordar mi edad me deprime. Para animarme decido tomarme una copa. Creo que me empieza a subir todo el alcohol que estoy almacenando en mi cuerpo. El local ya está lleno a rebosar. Invito a Benito Pérez, que se toma una jarra de cerveza de las de a litro. Yo consumo un gin tonic.
–Casi nunca falto aquí el fin de semana –informa Benito–, sólo sea por ver que camisa viste el Alicante ¡Jua! ... Y a mí, ¿no ve mes mejor? –me pregunta ilusionado. Lo miro bien, y lo veo como siempre. Si algo, con más ojeras.
–¡Tú estás igual! –le digo como cumplido, obviando su mala cara.
–¿Igual?, pero si he perdido quince kilos en este último año –se queda deprimido sin decir nada. Primero pienso que finge, pues es un tío muy cachondo, pero realmente me doy cuenta de que ha quedado tocado por mi comentario. Finalmente, vuelve a hablar en tono lastimoso– ¡Soy el primer tío de la historia que pierde quince kilos y nadie se entera! –comprendo por sus palabras que no soy el único que ha obviado su dieta. Pero es que con semejante barrigón... ¡quince kilos equivalen a una gota de agua en el océano!
Mientras Benito Pérez, desesperado, apoya su cabeza sobre la barra del bar, aparece Bobby Lanuit y me empieza a hablar. No sé si es él o soy yo, pero no entiendo nada de lo que dice. Al principio le voy diciendo “¿qué?” todo el rato, pero como sigo sin entender sus repeticiones opto por asentir a todo. Llego a distinguir poco más que un par de “Me come los huevos” y algo acerca de una película de un tipo duro llamado “Franji Jogart”. Al “sí” número diez u once, Bobby Lanuit me mira con cara de enfado y exclama:
–¿Cómo que sí? ¡Cabronazo! –palabras que entiendo a la perfección.
–¡Por supuesto que no! –corrijo inmediatamente Todo vuelve a la normalidad y Bobby sigue con su discurso. Ahora mientras habla me muestra el teléfono móvil, por lo que intuyo que el monólogo debe versar sobre ese tema. Siete y ocho asentimientos más tarde el teléfono se da por aludido y lanza una señal auditiva. “Es el saldo” creo entender, mientras se va hechizado por los destellos de la diminuta pantalla digital.
Voy a pedirme otro whisky pero en el último momento lo cambio por una cerveza. Desde la barra observo como Amapola, o Violeta, entra con arcadas al lavabo escoltada por Nicolás Flores, su hermano, que gasta una expresión de total indignación. ¡Si ya lo sabía yo!
El bar se empieza a despejar, y no tardaremos en marchar nosotros también. Sergio baja la música y se puede hablar mejor. Entonces, veo que Manu Lartos, que va tan cocido como Bobby, y probablemente como yo, se sube a una silla, una de las pocas del bar, y empieza a bramar:
–Ésta es la noche persa. Jim Morrison murió hoy hace veintiocho años y debemos festejarlo. ¡El Rey Lagarto! Y hoy, como cada tres de julio, lo celebro emborrachándome.
–¿Y quién se te muere el resto de sábados? –le grito, recordando las borracheras que suele agarrar cada semana. Todos ríen. Lartos pone cara de fastidio pero sigue a lo suyo.
–El mismo día que murió Brian Jones... y el Camarón de la Isla.
–¡Olé! –digo para chincharle, pues me molestan sus aires de divo.
–Jim tenía veintisiete años cuando murió, ¡como yo! –prosigue–. Primero murió Hendrix, luego Janis. Y Jim les decía, estáis bebiendo con el tercero. Yo os digo que estáis bebiendo con el cuarto. ¡Noche persa, nena! ¡Ve la luz, nena! ¡Sálvanos, Jesús, sálvanos! –levanta su vaso y brinda con el viciado aire del “Arroyo”, para después bebérselo de un trago.
Sergio Arroyos le permite montar el numerito. Siempre le permite hacer sus payasadas. También deja emborracharse a las menores con alguna oscura intención, pero a mí me hace bajar si subo a bailar encima de la barra.
Suenan los primeros acordes de “When the music over” de los Doors. Sergio ha ido a cambiar la música para darle más cuerda a Lartos.
–Ladies and Gentlemen, desde los Angeles California... ¡los Doors! ¡En la noche persa! – proclama el barato imitador de Morrison, y empieza a hacer karaoke sobre la canción.
–¡Más que la noche persa, parece la noche persiana! –vuelvo a interrumpir para evitar que nos interprete el tema entero, consiguiendo mi objetivo. Manu Lartos, simulando estar más borracho de lo que está, se deja caer de la silla y finge su propia muerte–. ¡A Lartos le gusta tirarse al arroyo! –grito para rematar mi faena, pero esta vez nadie ríe. Creo que no lo han entendido.
Lartos se levanta del suelo, pues en un rato nadie le hace caso. Observo como se ha manchado su preciosa camisa de flores. Me percato de que las chicas que le acompañaban no han vuelto. Un personaje muy bebido, que yo apenas conozco y que debe rondar la cincuentena, pregunta:
–Laertes, donde vais a ir ahora, ¿al Hades o al Gengis Khan? –Lartos se ríe en su cara. El tipejo, que se tambalea, añade con su voz de borracho–: O al Kurdistain o como coño se llame –lo intenta arreglar y lo estropea aún más. Me pregunto porque quiere saber dónde iremos, ¿acaso va a venir él también? El beodo se acerca a mí y me dice–: sabes, es cuando voy borracho que lo veo todo claro. Nada existe. Este bar, este mundo, todo es una puta mierda, una gran mentira. ¡Estamos muertos desde que nacemos! Te estoy viendo, te estoy hablando, pero sé que no existes. ¡No existes, capullo!
Empezó bien, pero poco a poco se ha ido poniendo violento conmigo. Esto me cabrea y me hace reaccionar mal.
–Pues si no existo, y no existe este bar... ¡lárgate, hijo-la-gran-puta! –le amenazo puño en alto. Me mira con chulería infinita, hace ver que me va a tirar el contenido de un vaso, pero se larga dando tumbos. Si me llega a tirar el líquido por encima, le reviento los morros. De todas maneras, mientras se aleja pienso que un poco de razón sí tiene: todo es mentira.
Ahora mismo no me siento muy bien. Mi mente está confundida; estoy confundido. Probablemente corre demasiado alcohol por mis venas
El borrachín no puede abrir la puerta del bar, y tarda como dos minutos en conseguirlo. Cuando sale, Manu Lartos se vuelve a tirar al suelo y se revuelca en él como un cerdo, fingiendo un ataque de hilaridad, mientras señala la puerta. Lo que yo opino es que está dolido porque las chicas se han largado. Supongo que se las ha levantado Juanito Fotomatón, pues le vi hablar con ellas animosamente, y luego desaparecieron. Para que se le pasen las ganas de reír le pregunto:
–¿Y las hermanas?
–En el Leviatán, supongo. Ahora iremos –lo anuncia delante de los que quedamos en el bar, por lo que deduzco que si ya no le importa que todo el mundo se entere de que vamos al Leviatán es porque las mujeres se han esfumado.
–¡Se acabó el romanticismo! –ironizo, pero Manu no se da por aludido.
La mayoría de la gente ya está fuera. Sergio se enrolla y nos invita a una copa a Manu Lartos y a mí. Al momento nos convertimos en los únicos habitantes del bar. Pese a que creo que no debería ingerir más alcohol, pues me siento muy mareado, brindamos por Jim Morrison, y bebo de un trago el contenido de la copa. Hay buen rollo entre los tres. Luego, mientras el Sergio limpia, Lartos y yo hacemos las paces al respecto de lo acontecido un mes atrás. Si me he de creer su versión, no fue más que un malentendido.
Cada vez me cuesta más hablar, y entender lo que balbucea Lartos. He mezclado demasiadas bebidas diferentes, cosa que nunca se debe hacer si se pretende que la noche sea larga. Debería imprimirse esta regla de oro en el hipotético manual del perfecto borracho. Me encuentro fatal, y Manu Lartos no parece sentirse mejor que yo.
Finalmente salimos afuera los tres. Me estremece el ruido de la persiana metálica que cae bajo la embestida de Sergio Arroyos, quien sale zumbado hacia su coche y, al poco, pasa rechinando ruedas, pues empieza a pinchar en un cuarto de hora en el Leviatán. Lartos y yo descubrimos que todos se han ido. Estamos los dos en un estado deplorable. Sin duda Manu Lartos no está en condiciones de conducir un automóvil. “Debía haberme ido con el Alicante, que apenas bebe, como habrá hecho el espabilado de Bobby Lanuit” –pienso, pero ya es tarde para eso. Caigo en la cuenta de que también nos podría haber llevado Sergio. Me parece muy sospechosa su brusca huida; a ver si es verdad eso de que se beneficia a menores alcoholizadas.
–Te he de decir una cosa muy importante –comenta de repente Lartos, rompiendo el silencio de la noche monresina–. No sé como decírtelo –balbucea.
–Venga, suéltalo –le exijo, aunque me importe tres pimientos lo que vaya a decir. Espero que no vuelva sobre el tema del pique. Para mí las cosas ya han quedado aclaradas. Doy por zanjado el asunto–. Bueno, espero que no te disguste –añade, para luego quedarse callado.
–Vamos. ¡Dilo! Estoy esperando. ¡Dilo de una vez! –insisto ante su silencio.
–Verás –se avergüenza, y me ruega finalmente– ¿no te importaría que, en vez de al Leviatán, vayamos al Hades?
Me sale una risa idiota ¡Eso era tan importante! Voy a intentar explicarle que me da absolutamente lo mismo. Todo me da igual. Como decía aquel impresentable borracho: todo es mentira, una puta mentira. Muchas palabras me vienen a la cabeza para expresar la idea de indiferencia total sobre donde vayamos ahora, porque ya estamos muertos; y tal y como lo veo, en este momento, Lartos está más muerto que yo. Pero soy consciente de que en mi estado no puedo emitir demasiados sonidos identificables. Manu Lartos me mira desesperado aguardando mi respuesta. Tiene ojos de loco, mirada de psicópata. Debo contestar alguna cosa que deje clara mi opinión sino quiero que reaccione con virulencia y renazca el pique que tenía ya por enterrado. De repente, me doy cuenta de que tomando una breve frase prestada, todo quedará claro. Lo habré dicho todo con el mejor resumen posible de mis pensamientos. Y digo:
–Me come los huevos.
Monrés, 3 de julio de 1999

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